¿Dónde criamos los vinos?
Los recipientes que utilizamos en la crianza de nuestros vinos tienen siempre una razón de ser. No usamos barricas de madera, depósitos de acero inoxidable, ánforas de barro o huevos (recipientes de forma ovoide) de hormigón o granito sin ton ni son, sino que su uso se debe a lo que buscamos obtener a la hora de elaborar un vino. La idea es siempre que el vino atraviese su periodo de crianza en un recipiente que le ayude en ese recorrido. Cada uno de los materiales tiene una influencia en el resultado final, y su empleo, tiempo de uso y material son decisiones delicadas que pueden ayudar o, por el contrario, arruinar, todo el trabajo hecho previamente.
Del uso de estos recipientes vamos a hablar en general, ya que hay tantas excepciones como elaboradores.
El acero inoxidable es un material neutro que no aporta absolutamente nada al vino. Tradicionalmente es el recipiente en el que el mosto fermenta tras la vendimia y es ahí donde se desarrolla el proceso de la fermentación alcohólica, esto es, la transformación del azúcar del mosto en alcohol por parte de las levaduras de la uva. Aquí el vino no gana ni pierde nada, ya que el inox es inerte del todo.
Una vez terminada la fermentación alcohólica comienza el periodo de crianza.
La madera de roble es el material habitual del que están hechas las barricas, si bien no es raro encontrar barricas de madera de castaño, de acacia o de cerezo, entre otros. Cada tipo de madera aporta algo al vino. El roble americano, por ejemplo, aporta notas a vainilla. La madera de castaño es bastante más neutra que la de roble, por lo que su aporte al vino es menor.
Además de qué tipo de madera sea, también influye el tamaño de la barrica, ya que una barrica de 225 litros (el tamaño más habitual) tiene más aporte que una barrica de 500 litros. En esta última, la superficie de contacto respecto al volumen del vino es menor, razón por la que su aporte es menor también. Las barricas están tostadas por dentro, y este tueste es también algo que se transmite al vino. El tueste puede ser ligero, medio o intenso, según lo que queramos, y eso se notará en el vino.
El tiempo de crianza en la barrica también influye. No es lo mismo un vino con un paso por barrica de 6 meses que el mismo vino con un tiempo de permanencia de 24 meses. Y también se nota las veces que hemos usado una barrica. Una barrica nueva tiene un aporte mucho más “agresivo” que una barrica que llevamos usando 10 años y que estará más “domada”.
Además de la madera, podemos usar ánforas o tinajas de barro para la crianza. Aquí también va a influir el tamaño de la tinaja, que puede ser de 400 litros, 700 litros o si conocemos a su elaborador, del tamaño que nos convenga. Las tinajas pueden llevar o no un recubrimiento interior que puede ser de cera de abeja, muy tradicional en la isla griega de Creta. Los mismos factores de tamaño y tiempo de uso tendrán su influencia en el producto final. No tanto tendrá las veces que usemos las tinajas, ya que no sufren el mismo desgaste que la madera.
También podemos utilizar hormigón o granito. El primero es el material del que tradicionalmente están hechos los antiguos lagares. Hoy en día podemos encontrar lagares o piscinas hechas en bodegas con este material, y también huevos cuyo tamaño puede estar entre los 1000 y los 3000 litros. El granito también se utiliza para hacer depósitos o huevos.
Finalmente, vamos a mencionar unos recipientes ovoidales hechos de fibra de vidrio cuya capacidad suele estar en torno a los 1000 litros.
Como vemos, hay muchos materiales para elaborar y hacer la crianza del vino. La elección siempre dependerá que lo que queramos que cada uno aporte, o no, al vino que queremos hacer. El mismo vino con seis meses de paso por barrica será muy diferente del que se críe en un huevo de hormigón.